Día de dudas en el bar de Rick


 Eduardo Grüner - Página/12 - 30 de septiembre de 2019
La memoria, en efecto, y sobre todo después de largos años de abuso, juega malas pasadas, borronea, fragmenta. Esta queja un poco irónica (dirigida a mí mismo y a nadie más) viene a cuento del delicioso artículo de Horacio González Día de gloria en el bar de Rick , publicado en este medio el 23 de septiembre pasado, donde Horacio recuerda -con la intención final de alegorizar sobre el indudable estallido de alegría que se producirá en la noche del próximo 27 de octubre- la conmocionante escena en que Humphrey “Rick Blaine” Bogart, con apenas un leve asentimiento de cabeza, autoriza a los músicos del café que regentea a tocar la Marsellesa, acallando las canciones de los oficiales nazis en su mesa. 
Sigue una espléndida reflexión, de espíritu declaradamente sartreano, sobre las figuras del Militante y el Aventurero, contrapuestas y a la vez subterráneamente conectadas. Y está la obligada pregunta por cuál es el misterio de que un film de modesto presupuesto, casi un “clase B” salvo por la presencia de un par de figuras estelares (Bogart, Ingrid Bergman, sin olvidar al extraordinario Peter Lorre), uno más entre los cientos que la Warner Bros lanzaba por aquellos años, terminó adquiriendo una estatura mítica inempardable por ninguna otra producción hollywoodense. 
Umberto Eco la comparó con una catedral medieval: logra condensar todos los elementos actuantes en el culto, con su articulación perfecta en una totalidad orgánica completa, con una dimensión de leyenda que Borges llamaría “irrefutable”. Se podría añadir que su interés proviene, asimismo, de su complejidad en varios registros, astutamente disimulada en su aparente sencillez de aventura bélico-romántica. Ya el deslizamiento de Rick entre el arquetipo del Aventurero y la identificación semiinconsciente con el del Militante, que González apunta, es una muestra de esa simplicidad engañosa. Es verdad que en la escena de la Marsellesa Rick aparece como el aventurero un poco socarrón que se permite una pequeña provocación hacia los antipáticos nazis, aunque revelando una puntita del iceberg “comprometido” que se niega a sí mismo. Una escena posterior es más reveladora. Alguien ironiza sobre el pretendido cinismo de Rick, recordándole que en plena guerra civil española les había conseguido un cargamento de armas a los republicanos. - ¿Y por qué no? Me las pagaron bien, responde Rick, en su papel de mercenario individualista. La réplica es contundente: -Sí, pero el otro lado le hubiera pagado el doble. Rick calla, es decir otorga.
Esta complejidad psicológica no deja de tener su andarivel político e ideológico. Y aquí es cuando se me despiertan aquellos fragmentos borroneados de memoria. Puedo equivocarme en alguna fecha o nombre, pero lo que importa es “el fondo de la cuestión”. Debía ser el año 1968 (o principios del 69). Yo era estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras. Un día se corre la voz de que el inolvidable profe Nicolás Caparrós, al frente de una cátedra que creo se llamaba Psiquiatría Social, va a proyectar Casablanca en el aula. Nos precipitamos en tropel, magnetizados por el inédito acontecimiento (en esos tiempos no había computadoras, cañones de proyección, dvd, youtubes; había que conseguir pantalla, aparato proyector, la película en 16mm, etc.). 
Era la universidad hiperpolitizada del onganiato, faltaba poco para el Cordobazo, y algo así como la mitad de esa pequeña multitud eran militantes o seguidores de alguna agrupación de izquierda (de izquierda comunista, peronista, trotskista, maoísta, guevarista, lo que fuera). Culminada la canónica escena de la Marsellesa, Caparrós detiene la proyección, pregunta por nuestras sensaciones, y todos manifestamos nuestra emoción épica. Muy severamente, el profe nos endilga una filípica sobre nuestro colonialismo mental: ¿no hemos advertido, acaso, que todo eso ocurre en Casablanca, que Casablanca queda en Marruecos, que Marruecos, en los 40, era una colonia francesa, que los músicos son marroquíes, y que sin embargo entonan enfervorizados el himno de la potencia que los oprime desde hace un siglo, mientras que por comparación los nazis son casi unos efímeros “visitantes”? Y, con toda lógica, nos manda a ver La batalla de Argel de Gillo Pontecorvo, para conmocionarnos en serio. (Sartre no emitió opinión sobre ninguno de los dos films: hubiera sido buenísimo conocerla).
Se puede pensar que la reacción era un tanto excesiva: después de todo -y ello forma parte de la complejidad, o ambigüedad, que señalábamos- “una cosa no quita la otra” (expresión que a veces apunta a zonas de conflicto sin resolución a la vista). La Marsellesa se ha transformado, en la época “burguesa”, en el himno de la emancipación por excelencia, con su llamamiento a los ciudadanos a armarse contra la tiranía y aplastar al Infame, como decía Voltaire. Se cantaba en la calle, incluso, en las primeras semanas de la revolución rusa, antes de ser desplazada por la Internacional. ¿Por qué no podrían cantarla los marroquíes contra el gobierno de Vichy y los nazis? Claro que, como sucede con los grandes mitos, su sentido depende del contexto y de las relaciones de fuerza históricas. También la pueden cantar de todo corazón De Gaulle, Sarkozy, Macron. Pero parece difícil, viendo el film de Pontecorvo, que quisieran cantarla los militantes del FLN: finalmente, Marruecos obtuvo una independencia más o menos negociada (aunque con alguna sangre), mientras que la de Argelia costó un millón de muertos (tantos como la guerra civil española, cuyo bando más justo había apoyado el corazón secretamente militante de Rick, no sin cobrar unas pesetas).

Todas estas ambivalencias tienen su propia muy módica alegoría. Desembarazarse del enemigo inmediato, el más cruel y atroz de los últimos tiempos, es imprescindible. Pero eso no significa automáticamente deshacerse también de todo aquello que él representa en su forma extrema. El triunfo contra lo peor es inevitable, es cierto. Los marroquíes de Casablanca ya intuyen que los nazis se irán: simbólicamente, el nombre de pila del Militante Laszlo es Victor, etimológicamente “el vencedor”. Pero la derrota de los nazis no es la del imperialismo en su conjunto. El bloque de la Francia anti-vichysta vencedora está atravesada por las tensiones entre los “democráticos” o “progresistas”, y los que van a continuar la política de opresión por otros medios sobre los marroquíes o argelinos. A veces el legítimo entusiasmo por la victoria puede nublar la vista ante los riesgos de ciertas continuidades. Los marroquíes y los argelinos tuvieron que aprender que no bastaba con aplastar al Infame. Que convenía que ese castigo inapelable implicara también un aviso para los nuevos tiempos, a propósito de los límites de lo que se está dispuesto a tolerar. Está muy bien, para el goce de los cinéfilos, que el mítico Rick continúe oscilando entre el Aventurero y el Militante. Los mortales de a pie no siempre podemos darnos esos lujos. Como sea, muchas gracias a Horacio González por haber despertado algunas brumosas memorias.

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